Lo normal

Salía de la facultad, tras un rendir un examen de esos que es mejor olvidar, y me crucé con el primer imprevisto. Había un incendio casi en la esquina, revolucionando una zona usualmente tranquila. Se veía un resplandor en el segundo piso de un edificio, algo que resultó casi magnético y habilitó toda clase de conjeturas basadas en nada. Empezaron a bajar los vecinos con lo puesto. Algunos sostenían mascotas, otros posesiones materiales. Hubo algo de desesperación, gritos exagerados. También policías parsimoniosos que demoraban el ingreso y generaban incertidumbre sobre alguna posible víctima. Finalmente abordaron el lugar los bomberos, cuando el fuego parecía haber sido sofocado. Permanecí como espectador, evitando la torpe tentación de intervenir y estorbar. Los vecinos se agolparon, demostrando una férrea determinación por ser parte de "el" suceso del barrio. Tras una espera que se iba relajando, comprobé que ya no había nada por ver. Los actos heroicos y de arrojo no se harían presentes. Tomé el 39 y me bajé a las pocas cuadras, completando mi rito de doble viaje hasta casa. Esta vez decidí descender en Corrientes, ya que por centavos me veía obligado a recargar la SUBE.


Los primeros festejos del Boca campeón copaban la escena. De a poco, se iba aproximando gente al Obelisco. Yo estaba tranquilo, suponiendo que en esa zona sobrarían oportunidades de cumplir mi cometido. Poco a poco fui desplazándome en sentido contrario a los hinchas, sin éxito. Kioscos sin recarga, subte sin servicio. Di con un local que tenía la máquina adentro pero vedaba el acceso a ella a las 22. Le señalé al muchacho que atendía que eran las 21:57, pero con aires burocráticos me negó el acceso y se hizo acreedor de un insulto sonoro. Seguí caminando.

Doblé en Callao al recordar un kiosco que me esperaba en la esquina con Sarmiento. A mitad de cuadra contemplé otra aglomeración: un hombre estaba sentado en el piso fuera del local de Kentucky. Se lo notaba mareado y los testigos reproducían una única versión teñida de bronca. Acusaban a los trabajadores del local de sacarlo a los golpes, ensañandose con él. Señalaban que había recibido patadas en la cabeza y que uno de los empleados había amenazado a quien intentó separar. Los policías miraban alrededor y les sobraba gente con ganas de reportar lo sucedido. La similitud y la vehemencia de los testimonios los hacía verosímiles. Tras unos minutos en los que fui a convertir mis 100 pesos en saldo para viajar en bondi, volví a la pizzería. Ahí pasé del transeúnte que era a pseudotestigo: los nuevos curiosos me preguntaban sobre los hechos. Empecé a reproducir los dichos que había escuchado antes, de modo tal que me adueñé de la historia. No me faltó mucho para sentir que realmente había visto la agresión.



Continué mi camino retornando hacia el punto inicial de la caminata. Fui divisando actores y directores que abandonaban sus teatros, panorama que suele entregar la principal arteria del país a esas horas. Al acceder a la 9 de julio y rodearme de hinchas xeneizes, sucumbí ante la tentación de lo obvio: fotos, selfies y videos que registraran los festejos del bicampeonato ingresaron a mi celular, como paso previo para llegar a redes sociales. De ahí en más sólo se trató de descifrar el itinerario de desvíos del transporte público, toda una odisea en épocas de festejo o protestas. Tras esperar el 146 en la más absoluta de las soledades, aposté mis fichas al 105 en Avenida de Mayo y tuve suerte. Llegué a mi casa pasadas las doce, unas cuatro horas después de aquel parcial que parecía la antesala inmediata a una cena hogareña. Una noche como cualquiera en una ciudad como ninguna.

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